sábado, 16 de julio de 2011

Verano y dignidad humana

Queridos lulilectores...

No puedo menos que constatar que, en verano, las personas perdemos la dignidad humana más que en cualquier otra estación del año. Mi trabajo diario en una tienda de ropa me permite estar en continuo contacto con infinidad de individuos e individuas que se pasean, tan ufanos, por delante de mis mismísimos luciendo cada modelito que, a más de uno, les quitaría el hipo de golpe -del susto, digo-. Bueno, en realidad a cualquiera con dos ojos en la cara (o más, para qué discriminar), y con un mínimo de neuronas activas en el cerebro.

Esto me produce una sensación ambigua: triste, a la par que divertida. Pero no una diversión sana, limpia, sino más bien grotesca y con toques bizarros, como cuando ves a alguien caerse de manera tonta y, aunque sabes que está mal, lo primero que te nace de dentro es una sonora carcajada, tan humana, tan cruel, de ésas que demuestran que te alegras del mal ajeno, que se jodan un rato los demás.

Porque el panorama se las trae: señoras cuarentonas más pintadas que un payaso de mimo, con un top verde flúor y cuñas leopardo que vienen a pedirme leggings amarillo chillón (¿¡habráse visto!?); niñas, poco más de quince o dieciséis, con el sujetador al aire, el tanga asomando tan alto que falta poco para llegar a la cintura y pechos de silicona que parecen dos globos rellenos de agua; más mujeres apretando mollas y michelines con fajas y batas de flores; madres primerizas que pasean sudorosas el carro del bebé -muchas veces con un nefasto pirri cual terrier en lo alto de la frente, el pobre-, embutidas en un mono blanco transparente que exhibe bragas fucsia por debajo; marujas mayores ya, de las que no riegan bien y, encima con el calor, pues ya me dirás, que combinan sin pudor faldas de topos marrones con camisetas de rayas marineras; padres chabacanos que acompañan a sus legítimas a por una minifalda putera, todos ciclaos, con camiseta de tirantes blanca, tatuajes por todo el brazo y un pedrusco de no sé cuántos quilates colgando de la oreja, mientras mascan chicle y dicen: "la apretá mejor, churri, que te marca bien ese culazo que tú tienes". 

Yo, en esos momentos -tan frecuentes, por desgracia-, siento una punzada de desolación que no me explico ni yo misma. Con lo joven que soy, me digo, y tan anticuada para las nuevas ¿modas?, pues un poco raro sí que es. Pero, francamente, cuesta mucho recuperarse de la visión de una mujer de ochenta kilos y en bikini, intentando entrar en una treinta y ocho (¡sí chica, que luego da de sí, ya verás!), y pidiéndome que le ayude a recoger el botón del suelo cuando, por fin, lo acaba reventando (el exhausto pantalón también tiene derecho a respirar, imagino). No me lo explico. Tampoco pido que vayamos todos de punta en blanco a 38ºC, entendedme, pero es que aquí o nos pasamos o no llegamos.

Decidí que este mal gusto que nos rodea (¿que me rodea? Lo dudo) era un hecho tangible y comprobable el jueves pasado, al pasearme con mi madre por el mercadillo de mi pueblo en busca de una bata para mi abuela. Yo misma iba normal, sin mucho paripé, con pantalón corto, camiseta y sandalias (indumentaria que, aunque carece de mucho glamour, estilo, elegancia y demás chorradas que tanto les sobran a las famosillas de los rankings, al menos se adecuaba a las condiciones climáticas del momento). Pero es que, por mucho que lo intentaba, apenas pude rescatar cuatro o cinco atuendos pasables en toda una mañana rodeada de gente. La horterez, lo zarrapastroso y la definitiva falta de buen gusto me atropellaban por doquier, ofreciéndome visiones de auténtica pesadilla que me podrían durar semanas, si me obsesionara. No se salvaba nadie: ni jóvenes, ni niños, ni mayores. Cero patatero. Vestidos vulgares, estampados histriónicos, formas desproporcionadas, gafas de sol repletas de enormes logos, pijas y pijos de pueblo,  muchas arrugas mal planchadas, los oros puestos y, por supuesto, demasiada piel al aire que, sudada para más inri, hubieran hecho las delicias de cualquier explorador excéntrico entregado a la fauna más salvaje. Un espectáculo circense con regusto amargo.

Lo peor del asunto, continuaba cavilando yo, es que estas personas que salen a la calle con semejantes pintas no lo hacen de manera inconsciente, sino que se pasan un rato delante del espejo arreglándose y acicalándose. Que me imagino perfectamente a la choni de turno, metiéndose en sus medias de lycra con brillitos, calzándose unos tacones de charol y recogiéndose la melena en un moño encrespado, saliendo del portal de su edificio sintiéndose como una top model, y remirándose en los cristales de los coches para regodearse en su vanidad, pensando "qué mona me he puesto hoy". Pues sí, hija, mona te has puesto, pero en el sentido más literal de la palabra.

En fin, que entre tanto personaje soez que circulaba aquel jueves por el lugar, admiré a mi madre porque, al menos ella, sí que había sido capaz de mantener la dignidad. Sus formas, demasiado redondas, por otro lado, no le impidieron vestir bien (cosa en la que mi padre, apoyándose en la bandera del conservadurismo, o del recuerdo -quién sabe-, siempre ha insistido bastante: debemos ir bien vestidos, ya sea un domingo, el día de tu boda o para ir al colegio). Iba muy señora: con unos pantalones largos de tela fina y una sencilla blusa blanca, de tejidos suaves. Y no lo digo porque sea mi madre, que también, sino que, objetivamente, creo que representaba un bastión de la decencia en medio de todo ese espectáculo de ciencia ficción al que nos enfrentábamos. Incluso yo me sentía del montón, y me iba deprimiendo más y más a cada paso que daba, con cada nueva persona que se me cruzaba me entraban renovados espasmos.

En fin, queridos lulilectores, después de esta pesada crónica desesperanzada que acabo de narrar, solo me queda por daros algunos consejos, si aún os quedan ganas de leer. Sé que mis palabras pueden sonar duras e, incluso, vejatorias, pero, por favor, no os convirtáis en zarrios andantes cuando salgáis de casa en verano: intentad elegir la ropa que mejor os favorezca según vuestra fisonomía, ya no para ser los más fasion del barrio, sino, al menos, para mantener la dignidad y no ir hiriendo la sensibilidad de los demás. No soy ninguna experta en moda, ni yo misma me caracterizo por un estilo limpio y depurado pero, al menos, soy capaz de admitir que hay ciertos tipos de prendas que, con el tipo que yo tengo, pues no me quedan bien, por lo que intento no abusar de ellas.

No es por moda, recordad. Es por dignidad. Aunque ya sabemos todos que, en este país, cada cual hace lo que le da la gana. Y sobre gustos, por desgracia, no hay nada escrito.

Besazzos,

*Luli*

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